25.3.07

5 Directores

Hay algo profundamente odioso en los conteos, porque asume que uno puede poner sus preferencias en un orden estricto y que además alguien estará interesado en conocerlas. Mi racionalidad no llega al punto de ordenar todas las cosas con base en el placer que me generan, ni mi ego al punto de pensar que habrá quienes se sientan intrigados por conocer mis ordenadas y lineales preferencias.

Aun así, me atreveré a hacer mención (de ladito) de los que considero mis '5 directores favoritos'. Es sólo una justificación para las que serán mis siguientes 5 entradas en este blogsito dialógico (¿o sería bialógico?)

Innecesario machacar con que éste no es un ejercicio intelectual de quien conoce todo sobre el cine y desde la cima del conocimiento fílmico se siente casi obligado a esparcir los polvitos mágicos de su conocimiento. No. Éste es un ejercicio de síntesis, una atajo a múltiples emociones y reflexiones (y las múltiples paradas entre ambas). Una confesión vaya, de rodillas y en voz queda, con sus dósis de vergüenza y cinismo. Una confesión, siempre, entre dos.

Los 5:

- Wong Kar Wai
- Luis Buñuel
- Peter Greenaway
- Arturo Ripstein
- Paul Thomas Anderson (dudoso)

22.3.07

EL mundo cabe en un orgasmo

Ayer fue dia histórico, no por lo que pasaré a despotricar a continuación, por razones personalísimas, mismas que me permito traer a colación sólo porque ¿Qué es un blog sino el rio tranquilo, pausado, en el que Narciso se mira absorto?

Paso pues a lo que nos trujo Chencha. Fui, junto con mi colega cineterco, a ver Shortbus, segundo largometraje del joven, gay y prometedor director John Cameron Mitchell. Su primera película pasó a oscuras por México, pero en Estados Unidos causó asombro y no pocas esperanzas. Hedwig and the Angry Inch, versión cinematográfica de un musical medio subterráneo de Nueva York, se ganó a pulso un lugar entre los mejores musicales rock del cine: el guión, las actuaciones, la edición, la dirección de arte, ¡las animaciones!, el soundtrack ni se diga, todo en su justo y cándido lugar.

Como referencia vivencial, y válida, dado que cine que no es vivencial se queda en monólogo, Hedwig fue la primera película que me concilió con Nueva York cuando aterricé por esos lares para una estadía de 5 largos, tortuosos, y banales años. Mucho, porque la película era muy poco newyorkina, un transexual alemán transplantado a Kansas que va de tour por los lugares más pueriles de la geografía gringa, persiguiendo al chichifo que le robó el corazón y todas las canciones (Tommy Gnosis), convertido en ídolo pop para gargantas adolescentes dispuestas a gritarle a cualquier güerito con look rockero. En fin, que es una película esencial que pueden pasar a comprar al Péndulo o bien esperar a que la pasen en Golden (a donde la ponen seguido y a deshoras).

Shortbus recupera algunos elementos estéticos ya presentes en Hedwig, pero plantea una historia y una forma de dirigir completamente distinta. La idea central de la película es delinear a los personajes a partir del ejercicio de su sexualidad y sus efectos emocionales. Planteamiento muy poco original, una mezcla entre un freudianismo caducón y película francesa setentera.

Ni escándalo, ni hormonas rebotando. Las escenas son transparentes: genitales a solas y en desesperada interacción. Como ver una planta masticada por una vaca.

La intención es burda: abro así la película para que abras así la boca.

Los personajes simples y odiosos. James (personaje central) atormentado porque sigue buscando las mismas respuestas que buscaba a los 12 (nadie le contó que uno se escribe hasta los 10-12 años y que el resto son notas al pie y correcciones de estilo), incapáz de coger sin llorar durante o después. Y es que coger y llorar es tan desagrable como quien es capáz de llorar y comer. Jamie, el novio, hombre gay treinteañero de diccionario, cuidado en los biceps, los modos y, sobre todo, en la retención del novio, al que sabe, no acapara.

Sofía (segundo personaje central) terapista sexual que no ha tenido un orgasmo en su vida, como ironía simplona que da origen al resto de la historia. Un muchachito obsesionado con James, a quien espía por 2 años desde el edificio de enfrente (por que el amor también se vive entre ladrillos). Ceth, un homosexual víctima de su hermosura pero dispuesto a besar ancianos, porque así de mucho se conmueve. Severin, una meretriz que no encuentra en los latigazos que reparte un sustituto emocional a un apapacho.

Personajes, todos odiosos. La historia simplona y banal, junto con los alcances emocionales e impostados del sexo, se propone la representación (teatral) de newyorkinos solitarios y sufridores, que a ritmo de Banjo (intrumento de adoración en Williamsburgh, Brooklyn, capital de quienes encuentran en el disfraz una razón de ser) y a oscuras (por aquel apagón del 2004) se descubren como parte de una comunidad que ama, abraza, canta y coge.


Y mientras todo ocurre, uno está en espera de que Sofía pueda por fin venirse (¡esa es la tensión en la película!)... El individuo se conecta con el mundo en la genitalidad (solitaria), y el mundo cabe en un orgasmo, completito e iluminado.

¿La virtud? Que a pesar del guión mediocre y excesivo, que a pesar de ser todos los personajes profundamente odiosos, a pesar de las frases postmo-yogui-alternativas, la película no es odiosa. Y no lo es por cuestiones meramente estéticas, que a veces, pocas, alcanzan.

¿La suma? Una película que merece ser vista, pero que no merecía ser hecha.

(Falta ver qué dice mi co-cineterco)...

20.3.07

Víctimas del Pecado

Del pecado venimos y al pecado nos dirigimos, el pecado es camino. Seguimos masticando plácidos una manzana, sentaditos en abierto diálogo con serpientes, adanes, evas y dioses. El pecado es una invitación, una sugerencia, una síntesis al placer. Porque así como no hay pecado sin penitencia, tampoco hay placer que no deje rastros de texto y pretexto. Y claro, no todo placer es pecado, pero evidentemente todo pecado tiene sus cucharadotas de placer.

Si nos pusiéramos catolicoides diríamos que el pecado es el exceso del placer, como si el placer pudiera tener fronteras y por tanto definir sus transgresiones. No aquí. Aquí somos víctimas del pecado no porque lo desdibujemos en la culpa y el arrepentimiento, sino porque somos abiertamente dóciles a él. Porque no hay pecado sin elección.

Mejor nos ponemos celuloides, porque se trata de sumar, magnificar sentidos y hacer una hilera infinita de combinaciones entre ellos. Texto, imagen, sonido, historia, se agregan y paren un objeto que es más, mucho más que la unión de sus partes: ¡arte! No, no el arte como producto del intelecto que arroja significados y artificios culturalizantes. El arte como algo orgánico, que se mueve, que mastica y escupe, que se niega al encierro y los brindis con martinis. El arte como compañero fijo de la historia, las calles, sus hombres.

Víctimas del Pecado es una analogía, también una broma, y claro, un agradecimiento. Posiblemente la mejor película de Emilio 'el Indio' Fernández. Fotografía impecable (Rodolfo Figueroa), guión preciso (Emilio Fernández), y personajes que encuentran en el fondo de una botella un lente para entender y violentar la vida: Violeta (Ninón Sevilla), Santiago (Tito Junco), y el eterno Rodolfo (Rodolfo Acosta). El cine como ¿puede? ¿quiere? ¿debe? ser, un cacho de sentidos, un cachito de poesía, un cachote de formas y una gota de risa (que siempre derrama el vaso del contento, el placer y sí, el pecado).