
Si nos pusiéramos catolicoides diríamos que el pecado es el exceso del placer, como si el placer pudiera tener fronteras y por tanto definir sus transgresiones. No aquí. Aquí somos víctimas del pecado no porque lo desdibujemos en la culpa y el arrepentimiento, sino porque somos abiertamente dóciles a él. Porque no hay pecado sin elección.
Mejor nos ponemos celuloides, porque se trata de sumar, magnificar sentidos y hacer una hilera infinita de combinaciones entre ellos. Texto, imagen, sonido, historia, se agregan y paren un objeto que es más, mucho más que la unión de sus partes: ¡arte! No, no el arte como producto del intelecto que arroja significados y artificios culturalizantes. El arte como algo orgánico, que se mueve, que mastica y escupe, que se niega al encierro y los brindis con martinis. El arte como compañero fijo de la historia, las calles, sus hombres.
Víctimas del Pecado es una analogía, también una broma, y claro, un agradecimiento. Posiblemente la mejor película de Emilio 'el Indio' Fernández. Fotografía impecable (Rodolfo Figueroa), guión preciso (Emilio Fernández), y personajes que encuentran en el fondo de una botella un lente para entender y violentar la vida: Violeta (Ninón Sevilla), Santiago (Tito Junco), y el eterno Rodolfo (Rodolfo Acosta). El cine como ¿puede? ¿quiere? ¿debe? ser, un cacho de sentidos, un cachito de poesía, un cachote de formas y una gota de risa (que siempre derrama el vaso del contento, el placer y sí, el pecado).
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