Del pecado venimos y al pecado nos dirigimos, el pecado es camino. Seguimos masticando plácidos una manzana, sentaditos en abierto diálogo con serpientes, adanes, evas y dioses. El pecado es una invitación, una sugerencia, una síntesis al placer. Porque así como no hay pecado sin penitencia, tampoco hay placer que no deje rastros de texto y pretexto. Y claro, no todo placer es pecado, pero evidentemente todo pecado tiene sus cucharadotas de placer.
Si nos pusiéramos catolicoides diríamos que el pecado es el exceso del placer, como si el placer pudiera tener fronteras y por tanto definir sus transgresiones. No aquí. Aquí somos víctimas del pecado no porque lo desdibujemos en la culpa y el arrepentimiento, sino porque somos abiertamente dóciles a él. Porque no hay pecado sin elección.
Mejor nos ponemos celuloides, porque se trata de sumar, magnificar sentidos y hacer una hilera infinita de combinaciones entre ellos. Texto, imagen, sonido, historia, se agregan y paren un objeto que es más, mucho más que la unión de sus partes: ¡arte! No, no el arte como producto del intelecto que arroja significados y artificios culturalizantes. El arte como algo orgánico, que se mueve, que mastica y escupe, que se niega al encierro y los brindis con martinis. El arte como compañero fijo de la historia, las calles, sus hombres.
Víctimas del Pecado es una analogía, también una broma, y claro, un agradecimiento. Posiblemente la mejor película de Emilio 'el Indio' Fernández. Fotografía impecable (Rodolfo Figueroa), guión preciso (Emilio Fernández), y personajes que encuentran en el fondo de una botella un lente para entender y violentar la vida: Violeta (Ninón Sevilla), Santiago (Tito Junco), y el eterno Rodolfo (Rodolfo Acosta). El cine como ¿puede? ¿quiere? ¿debe? ser, un cacho de sentidos, un cachito de poesía, un cachote de formas y una gota de risa (que siempre derrama el vaso del contento, el placer y sí, el pecado).
Si nos pusiéramos catolicoides diríamos que el pecado es el exceso del placer, como si el placer pudiera tener fronteras y por tanto definir sus transgresiones. No aquí. Aquí somos víctimas del pecado no porque lo desdibujemos en la culpa y el arrepentimiento, sino porque somos abiertamente dóciles a él. Porque no hay pecado sin elección.
Mejor nos ponemos celuloides, porque se trata de sumar, magnificar sentidos y hacer una hilera infinita de combinaciones entre ellos. Texto, imagen, sonido, historia, se agregan y paren un objeto que es más, mucho más que la unión de sus partes: ¡arte! No, no el arte como producto del intelecto que arroja significados y artificios culturalizantes. El arte como algo orgánico, que se mueve, que mastica y escupe, que se niega al encierro y los brindis con martinis. El arte como compañero fijo de la historia, las calles, sus hombres.
Víctimas del Pecado es una analogía, también una broma, y claro, un agradecimiento. Posiblemente la mejor película de Emilio 'el Indio' Fernández. Fotografía impecable (Rodolfo Figueroa), guión preciso (Emilio Fernández), y personajes que encuentran en el fondo de una botella un lente para entender y violentar la vida: Violeta (Ninón Sevilla), Santiago (Tito Junco), y el eterno Rodolfo (Rodolfo Acosta). El cine como ¿puede? ¿quiere? ¿debe? ser, un cacho de sentidos, un cachito de poesía, un cachote de formas y una gota de risa (que siempre derrama el vaso del contento, el placer y sí, el pecado).
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