Lo reconozco, no tengo nada de japonés. Lo mío no son los dobleces del cuerpo, sino de la personalidad, extrema en ambos lados de la cara que se ve de una hoja dobladísima, intensa en el silencio de las caras de la hoja que se guardan dentro. Mexicano, adjetivo insignificante y rígido. No tengo capacidad de darle contenidos, porque sonarán a grito decrépito de mariachi garibaldeño, a porra americanista (horror de horrores), a llanto discreto de madre en la cocina. Baste decir al margen que no somos un pueblo de contemplaciones y formas, hemos establecido (y en eso yo no tengo otra parte que no sea la de actor de memoria) un diálogo entre acto y facto. La cercanía que abraza y la cercanía que golpea. Sumisos y violentos, a sus horas. Somos pues un grito que asusta sobre un silencio interminable. Somos también un adjetivo cerebral, definidos en la mezcla, ese mestizaje que tan bien arropa y no admite puritanismos (irónicamente, tampoco cuestionamientos). Nada menos japonés.
Es un chiste. Y es que no se puede describir la obra (vaya palabrita) de Amélie Nothomb Estupor y Temblores y su versión cinematográfica a cargo de Alain Corneau (sí, el de Todas las Mañanas del Mundo) sin recurrir al yo y al chiste. Hablaré del libro, porque extrañanamente la película es fiel como pocas al texto original.
Contemplación evasiva. Ya Fubuki, ya Elena, la de Nothomb es la admiración más ególatra de la belleza, por tanto erótica, no amorosa. “El erotismo es sexualidad transfigurada: metáfora” nos advierte Paz, el erotismo es objetivación simultánea del cuerpo y sus deseos, no es amor porque lo mueve un objeto, no un sujeto, el erotismo no admite diálogos afectivos, sino monólogos temblorosos. “El amor es elección, el erotismo aceptación”. El inicio de ambos: la belleza. Amélie acepta (rebelde) la existencia de la belleza, ya la explica, ya la vive. El sabotaje amoroso de quien encuentra en la explicación del dolor la redención de un erotismo extenuante. Estupor y temblores que, mitad simulación, mitad inevitabilidad, responden apropiadamente a la belleza y su autoridad.
Está pues el objeto, están los ojos, y entre ellos, la mirada. Mirada concreta, específica, biográfica (por no decir histórica). La belleza es indiscutible y no obstante diversa. ¿Podemos decir que no existe una belleza mexicana, sino más bien una forma mexicana de contemplarla? Esto no es otra cosa que una forma de leer, aprender a contemplar. Olivier Rolin en Paisajes Originarios nos propone esto (de forma odiosa), identificar la sobrevivencia del origen de los escritores en su escritura. Elige, muy francesamente, 5 autores nacidos en 1899 en 5 ciudades distintas: Hemingway en Oak Park, suburbio de Chicago y sus vivencias de verano en Michigan, Nabokov y San Petersburgo, Kawabata en Ibaragi suburbio de Osaka que es suburbio de Tokio, Michaux en Bruselas, por tanto francés; y el Borges de Palermo más que Buenos Aires. Es una trampa. La escritura no se circunscribe al mapa, pero el mapa define los lugares, los objetos, los nombres. No se escribe como argentino, aunque se haga un tango, el efecto consiste en hablar del tango y describirlo con valores apropiados, argentinos. Rolin nos deja en la duda (muy francesamente también).
La excepción en su libro es Kawabata, decir que es japonés es casi decirlo todo: “Kawabata es antes que nada un ojo al que seria injusto llamar ‘frío’, porque lo anima la pasión por la belleza, pero en rigor no deja de ser cierto que su modo de observar los cuerpos tiene algo de objetividad de un satélite observando la Tierra”. Kawabata se describe como un “ferviente admirador de la belleza”. Hermosa contradicción: se puede ser fervorosamente pasivo. La belleza de Kawabata es pálida y roja (inevitable decir japonesa). De país de nieve y sangre. Contraste posible entre la blancura más inquietante (véase una Geisha) y la sangre que a borbotones cuenta historias (véase cualquier película japonesa de horror).
Kawabata es excepcional en el texto de Rolin, pero no en la tradición literaria de Japón. La contemplación de la belleza y sus estragos, callados pero visibles, de nuevo, estupor y temblores. Como no recordar el estupor y los temblores de un Mishima adolescente frente a la imagen de San Sebastián, de nuevo la belleza pálida de la muerte que es, lo sabemos, sanguínea.
En Amélie Nothomb la contemplación de la belleza es también trágica, pero no sanguínea. Ella es japonesa por iniciación y por aspiración. Nos dice, De pequeña, la belleza de mi universo japonés me había impactado tanto que todavía me alimentaba con aquella reserva afectiva. Se adivina la aspiración, la belleza existe en mi universo y es una reserva (tiempo) afectiva (apegos). Poderosa. Deja Japón a los 5 años y regresa a los 21. Se responde sola en una entrevista publicada en Reforma el 5 de febrero del 2006, "Luego vino mi ingreso en una compañía japonesa, lo que he contado en Estupor y Temblores, es decir, cómo me vi rechazada por aquel mundo al que yo quería pertenecer a toda costa. Fue triste pero no trágico y, en cualquier caso, he de decir que ellos tenían razón, que yo era belga a pesar de que quería pasar por y sentirme japonesa. Cuestión de formalidades". Un juego diferente de ambivalencias. La occidental que juega a ser japonesa, nos convence, y termina por asumir su occidentalidad. Luego, la adulta que juega ser niña que juega a ser adulta, nos convence, y termina apresurada por recordarnos que es, tristemente, adulta (¡y occidental!).
La belleza tiene fondo: la nieve. En Kawabata es una blancura hecha para la sangre, flujo de vida, bailarina de muerte. En Nothomb es belleza pura, objetiva y es, esas ironías, papel dispuesto a las palabras que la describirán. Fubuki significa ‘tempestad de nieve’. Fubuki es hermosa, implacable, seca, no era ni diablo ni dios: era japonesa. Y con eso alcanza. Japón es un país que sabe lo que significa ‘volverse loco’. Fubuki existe precisa en un solo piso en un solo año, cruce exacto de materia, tiempo y espacio, ¿qué otra cosa? Imposible pensarla en un espacio abierto. Nothomb nos engaña y hay que agradecérselo. Nos entretiene en su tedio, ya los dedos engarrotados sobre la calculadora (instrumento carente de belleza pero lleno de misterios), ya las manos ocupadas en el retrete y los rollos de papel sanitario, ya los ojos que contemplan un cuerpo caer al vacío repetidamente. Nothomb contempla y eso la pone al margen no sólo del objeto erótico, sino de sus deseos. Nada menos japonés que el sabotaje, nada más japonés que el auto-sabotaje, sobre todo, el amoroso. Bien vale una carcajada desnuda y a solas, dormir arropados en la basura o jugar a la reproducción con una computadora.
Nothomb es una voz conocida. Un yo familiar, sin ser propio. Misionera en sus años, regresa, viene, se escucha, se ignora. Autohipnótica. “Cuando hube vaciado mi sed de defenestración, abandoné el edificio Yumimoto”. Simple, el mundo es mis deseos, los estupores y los temblores me los ofrendo yo y sin rubor. Autohipnótica y en el auto nos involucra risueña. Será la edad, será el desencanto, será la modernidad que no termina de morir y no permite que se le agregue un post previo. Nothomb no es la más oriental de los escritores occidentales, es la más occidental de los escritores japoneses.