20.9.07

El Cielo Dividido...


De entre todas las posibles historias narrables Julián Hernández volvió a tomar un cliché, no se trata sólo del tema homosexual, también de la forma y fondo. Hace unos años sorprendió (?) a muchos con su primer largometraje “Mil nubes de paz cercan el cielo…” (puntos suspensivos por que el título es tan largo como la película), en esta primer entrega nos habla de un joven que busca amor, ese que encontró y tuvo por poco tiempo y que lo dejó incompleto. Ahora en “El Cielo Dividido”, nos narra la historia de un amor tan común que sobra el tiempo para descubrir a dónde llevará la trama; Gerardo es un joven que vive enamorado de Jonas, quien dice amarlo también. Su relación no pasa del lugar común, la película no pasa del lugar común. Por casi una hora vemos la misma rutina: saludos, abrazos, besos, sexo…y así, tal vez para marcar y remarcar que se querían.

La película sigue su curso y vemos como la pareja comienza a estar en conflicto (vamos, ninguna historia de amor estaría completa sin esos momentos duros en que el espectador debe sorprenderse y tomar partido por alguno de los involucrados), así que aquí Jonas es quien da la pauta para que la relación termine, sus deseos, esos que todos tenemos, comienzan a buscar otras fuentes, otros lugares donde ser descargados. Y de pronto aparece Sergio, un eterno enamorado de Gerardo, que le da pie a creer que el amor, ese que creyó encontrar en Jonas, es posible. Lo demás es ya predecible…

La historia es un cliché, por supuesto; pero, y aquí seguramente el Sr. Merino no estará de acuerdo, no es tan mala aunque si muy vista, en cine y en cotidianeidad. Y ahí radica su mayor pecado, no encontré la necesidad de narrar esta historia, la justifico por su mensaje final, todos tenemos fascinación por liberar nuestros demonios de alguna manera, y el señor Hernández escogió esta película para liberar los suyos. Así pues “El Cielo Dividido”, con sus 144 minutos de duración, se queda corta, ¡qué ironía!.

19.9.07

Otro paréntesis

Pues bien, como dijo el de aquí abajo, la vida está llena de paréntesis o algo así dijo...y pues yo también me ausenté en un larguísimo, pero larguísimo paréntesis...y una vez que todo ha ocupado el lugar correcto, y ahora deseado, pues aquí estamos y estaremos, escribiendo sobre la vida y sobre como el cine nos refleja o bien sobre como el cine refleja nuestros deseos o de como el cine refleja lo que intentamos decir, vivir, escuchar, etc. o de como el cine nos da respuestas o de como nosotros le damos significado a esas horas sentadas frente a la pantalla o de como el cine y nosotros nos fundimos por un momento y deseamos ser parte o recordamos que fuimos parte...bueno de todo eso.
Así que pues los cinetercos regresan y pues a escribir de nuevo.

31.8.07

El Extraño Retorno

Dejé abandonado este blog en un larguísimo paréntesis. Acomodos que tiene esto de vivir, ir al cine, escribir y desvincularse de los prójimos. El paréntesis del blog no es otra cosa que un paréntesis en todas las actividades anteriores. Un blog sobre cine es un blog sobre la vida. No hay vuelta. Podemos retacarla de frases, ideas, reducciones, sublimaciones, pero la vida, esa sigue resuelta.

Regresemos ahí.

8.5.07

Estupor y Temblores

Lo reconozco, no tengo nada de japonés. Lo mío no son los dobleces del cuerpo, sino de la personalidad, extrema en ambos lados de la cara que se ve de una hoja dobladísima, intensa en el silencio de las caras de la hoja que se guardan dentro. Mexicano, adjetivo insignificante y rígido. No tengo capacidad de darle contenidos, porque sonarán a grito decrépito de mariachi garibaldeño, a porra americanista (horror de horrores), a llanto discreto de madre en la cocina. Baste decir al margen que no somos un pueblo de contemplaciones y formas, hemos establecido (y en eso yo no tengo otra parte que no sea la de actor de memoria) un diálogo entre acto y facto. La cercanía que abraza y la cercanía que golpea. Sumisos y violentos, a sus horas. Somos pues un grito que asusta sobre un silencio interminable. Somos también un adjetivo cerebral, definidos en la mezcla, ese mestizaje que tan bien arropa y no admite puritanismos (irónicamente, tampoco cuestionamientos). Nada menos japonés.

Es un chiste. Y es que no se puede describir la obra (vaya palabrita) de Amélie Nothomb Estupor y Temblores y su versión cinematográfica a cargo de Alain Corneau (sí, el de Todas las Mañanas del Mundo) sin recurrir al yo y al chiste. Hablaré del libro, porque extrañanamente la película es fiel como pocas al texto original.

Contemplación evasiva. Ya Fubuki, ya Elena, la de Nothomb es la admiración más ególatra de la belleza, por tanto erótica, no amorosa. “El erotismo es sexualidad transfigurada: metáfora” nos advierte Paz, el erotismo es objetivación simultánea del cuerpo y sus deseos, no es amor porque lo mueve un objeto, no un sujeto, el erotismo no admite diálogos afectivos, sino monólogos temblorosos. “El amor es elección, el erotismo aceptación”. El inicio de ambos: la belleza. Amélie acepta (rebelde) la existencia de la belleza, ya la explica, ya la vive. El sabotaje amoroso de quien encuentra en la explicación del dolor la redención de un erotismo extenuante. Estupor y temblores que, mitad simulación, mitad inevitabilidad, responden apropiadamente a la belleza y su autoridad.

Está pues el objeto, están los ojos, y entre ellos, la mirada. Mirada concreta, específica, biográfica (por no decir histórica). La belleza es indiscutible y no obstante diversa. ¿Podemos decir que no existe una belleza mexicana, sino más bien una forma mexicana de contemplarla? Esto no es otra cosa que una forma de leer, aprender a contemplar. Olivier Rolin en Paisajes Originarios nos propone esto (de forma odiosa), identificar la sobrevivencia del origen de los escritores en su escritura. Elige, muy francesamente, 5 autores nacidos en 1899 en 5 ciudades distintas: Hemingway en Oak Park, suburbio de Chicago y sus vivencias de verano en Michigan, Nabokov y San Petersburgo, Kawabata en Ibaragi suburbio de Osaka que es suburbio de Tokio, Michaux en Bruselas, por tanto francés; y el Borges de Palermo más que Buenos Aires. Es una trampa. La escritura no se circunscribe al mapa, pero el mapa define los lugares, los objetos, los nombres. No se escribe como argentino, aunque se haga un tango, el efecto consiste en hablar del tango y describirlo con valores apropiados, argentinos. Rolin nos deja en la duda (muy francesamente también).

La excepción en su libro es Kawabata, decir que es japonés es casi decirlo todo: “Kawabata es antes que nada un ojo al que seria injusto llamar ‘frío’, porque lo anima la pasión por la belleza, pero en rigor no deja de ser cierto que su modo de observar los cuerpos tiene algo de objetividad de un satélite observando la Tierra”. Kawabata se describe como un “ferviente admirador de la belleza”. Hermosa contradicción: se puede ser fervorosamente pasivo. La belleza de Kawabata es pálida y roja (inevitable decir japonesa). De país de nieve y sangre. Contraste posible entre la blancura más inquietante (véase una Geisha) y la sangre que a borbotones cuenta historias (véase cualquier película japonesa de horror).

Kawabata es excepcional en el texto de Rolin, pero no en la tradición literaria de Japón. La contemplación de la belleza y sus estragos, callados pero visibles, de nuevo, estupor y temblores. Como no recordar el estupor y los temblores de un Mishima adolescente frente a la imagen de San Sebastián, de nuevo la belleza pálida de la muerte que es, lo sabemos, sanguínea.

En Amélie Nothomb la contemplación de la belleza es también trágica, pero no sanguínea. Ella es japonesa por iniciación y por aspiración. Nos dice, De pequeña, la belleza de mi universo japonés me había impactado tanto que todavía me alimentaba con aquella reserva afectiva. Se adivina la aspiración, la belleza existe en mi universo y es una reserva (tiempo) afectiva (apegos). Poderosa. Deja Japón a los 5 años y regresa a los 21. Se responde sola en una entrevista publicada en Reforma el 5 de febrero del 2006, "Luego vino mi ingreso en una compañía japonesa, lo que he contado en Estupor y Temblores, es decir, cómo me vi rechazada por aquel mundo al que yo quería pertenecer a toda costa. Fue triste pero no trágico y, en cualquier caso, he de decir que ellos tenían razón, que yo era belga a pesar de que quería pasar por y sentirme japonesa. Cuestión de formalidades". Un juego diferente de ambivalencias. La occidental que juega a ser japonesa, nos convence, y termina por asumir su occidentalidad. Luego, la adulta que juega ser niña que juega a ser adulta, nos convence, y termina apresurada por recordarnos que es, tristemente, adulta (¡y occidental!).

La belleza tiene fondo: la nieve. En Kawabata es una blancura hecha para la sangre, flujo de vida, bailarina de muerte. En Nothomb es belleza pura, objetiva y es, esas ironías, papel dispuesto a las palabras que la describirán. Fubuki significa ‘tempestad de nieve’. Fubuki es hermosa, implacable, seca, no era ni diablo ni dios: era japonesa. Y con eso alcanza. Japón es un país que sabe lo que significa ‘volverse loco’. Fubuki existe precisa en un solo piso en un solo año, cruce exacto de materia, tiempo y espacio, ¿qué otra cosa? Imposible pensarla en un espacio abierto. Nothomb nos engaña y hay que agradecérselo. Nos entretiene en su tedio, ya los dedos engarrotados sobre la calculadora (instrumento carente de belleza pero lleno de misterios), ya las manos ocupadas en el retrete y los rollos de papel sanitario, ya los ojos que contemplan un cuerpo caer al vacío repetidamente. Nothomb contempla y eso la pone al margen no sólo del objeto erótico, sino de sus deseos. Nada menos japonés que el sabotaje, nada más japonés que el auto-sabotaje, sobre todo, el amoroso. Bien vale una carcajada desnuda y a solas, dormir arropados en la basura o jugar a la reproducción con una computadora.

Nothomb es una voz conocida. Un yo familiar, sin ser propio. Misionera en sus años, regresa, viene, se escucha, se ignora. Autohipnótica. “Cuando hube vaciado mi sed de defenestración, abandoné el edificio Yumimoto”. Simple, el mundo es mis deseos, los estupores y los temblores me los ofrendo yo y sin rubor. Autohipnótica y en el auto nos involucra risueña. Será la edad, será el desencanto, será la modernidad que no termina de morir y no permite que se le agregue un post previo. Nothomb no es la más oriental de los escritores occidentales, es la más occidental de los escritores japoneses.

27.4.07

Un día que es la hostia

Pues eso, que hay días que se van breves, ni negros ni amarillos, de un café rotundo, ya comfort, ya deudas. Que no, que no cabe la tristeza, ni la palabra que juega a decir. Cabe, eso sí, esto, que es palabra que no juega a nada, que se planta soberbia sobre la pantalla y no hay pudor que la quite. Palabra sola, andarina, que es mitad andar y mitad bailar. Como los tangos. Esos, que necesitan dos, porque así pasa con toda versión estética del placer.

¡Como el cine! Colección repetida de dos. El que dice y el que otorga. El que escribió y el que escucha. El que quizo y el que al final, desde el asiento pasivo, pudo. Es también una paradoja (o una U invertida, o un punto de inflexión donde toda pendiente toca al cero), porque no hay otra forma de vivir al cine que a solas. Dije vivir.

No, no hay una película en concreto, aunque recién vi dos: Little Miss Sunshine y Princesas. La primera que anuncia el triunfo inevitable del optimismo, la puesta en escena de los mejores deseos, la comunión que da el paso a las individualidades, y esas mismas individualidades, de manos abiertas, carentes, redondas, que dan el paso, a ciegas, a la comunión. La familia, el epicentro de los desamparados. La sonrisa, la redención de los silencios.

La segunda, una proclama a los sentidos. ¡Porqué se siente carajo! (¿Por qué se siente carajo?). Afirmación de lo que no parecemos ser. Una princesa que se marea por la vuelta del mundo, ¡Porqué así de sensible es! Enferma lejos del reino, vulnerada por un grano de arroz debajo de cien colchones, así de delgada la piel. Por que se sabe, uno es del tamaño de sus deseos. No, no las ilusiones, no la alegría que se extraña ya antes de sentirla, no los ojitos abiertos como preguntas. Los deseos que se reconocen en el cuerpo, entre ellos. El derecho elemental a la debilidad.

Y sí, que uno se repite, se imprime incansable en los días. Y lo peor, que uno se repite en las películas. Esas dos, dejan una deuda, en la historia, en los síntomas, en los modos, pero dejan también aguijoncitos que interrogan y se buscan solos sus respuestas. Qué el cine es también comunicación, se me olvida. Que no todo se cierra en una esfera repleta y exacta de significados y artificios estéticos. Que se vale resbalarse y permitirse un 'lugar común', porque seguramente es ahí en el que se encontrarán varios sentidos, y nos encontraremos avergonzados varios de nosotros, un punto focal para quienes aún ansiamos la palabra dócil, la mano en la mano, la validación de lo ordinario. Un día de la hostia.



5.4.07

Peter Greenaway (o de las cosas que ganan al ser filmadas)

"When God made the first clay model of a human being, he painted the eyes, the lips, and the sex. And then He painted in each person's name lest the person should ever forget it. If God approved of His creation, he breathed the painted clay-model into life by signing His own name."


La infancia es recolección de afectos y resentimientos, a cuya devoción o solución dedicamos la adultez. No es verdad, pero suena y resuena. Greenaway se dedica a hacer poemas, luego, burlón, los pinta, los filma y nos deja húmedos por encima y resequitos por dentro. Y no me río, ni me dejo ir, ni creo que mañana será un infierno.

The Pillow Book es una mentira, maravillosa. Miente al hacer de la vida una consecución de la memoria. Miente al hacer del destino el provisor de las devociones y soluciones de aquella recolección infante. Miente al hacer del amor algo que gana al ser filmado. Miente mil y dos veces. Me deja, cierto, convencido de las bondadosas posibilidades humanas de la mentira.

Me deja, también, convencido de la necesidad de listar y esconder emociones. Tradición japonesísima, guardar en las formas toda posibilidad de sudores, atesorar en los silencios toda forma de emoción. Somos occidentales hasta la lengua, para nosotros el amor va de 'abismarse' a 'verdad' (i.e. Roland Barthes). El amor como algo que existe sólo al ser dicho y puede, no obstante, ser fragmentado y armado. El enamorado que huye, intriga, se arrebata, lo dice, y muere mil y dos veces en silencio: "[...] el tributo que el enamorado debe pagar al mundo para reconciliarse con él".

El amor es ordinario, pero listísimo: nos conecta con el universo y la historia para hacernos saber con certeza lo individualizante de sentir. Es también cruel y obseno: "pone lo sentimental en el lugar de lo sexual" Hace de la genitalidad una continuación de las emociones, y lo que es peor, de los pensamientos (y sus hijitas bastardas: las obsesiones). El amor merece cuerpos. Merece también ser aniquilado y resucitado minuto a minuto.

The Pillow Book nos lleva a esas conclusiones pero lo hace con una pregunta, no con un teorema. El librero que sodomiza al padre y al amante. La venganza como forma de validar el amor (por otros). El dolor de un libro que se niega a concluir. La piel que no es, no puede ser, otra cosa que papel.

Un poema nunca responde, expresa.

No hay amor ahí donde no hay una interpretación del erotismo, y claro, no hay erotismo ahí donde no hay un sexo que desnude y exija de inmediato ser cubierto por las ropas de la cultura, los deseos, la individualidades, la pulsión de sublimar y describir: "El fuego original y primordial, la sexualidad levanta la llama roja del erotismo y ésta, a su vez, sostiene y alza la otra llama, azul y trémole: la del amor." (Octavio Paz).

El sexo existe, casi sin nosotros. El erotismo es su metáfora. El amor es su larguísimo poema. El dolor es la desconexión entre los tres. La búsqueda de cuerpos que reciban y amen y se disfracen. La ironía de un amor que se ha llenado tanto de sentidos que ha terminado por no sentir la pulsión original, una derivación del instinto que se ha cuajado en el texto. Sí, el texto que Nagiko (Vivian Wu) escribe necia sobre la piel, suya y de otros, porque se sabe una creación imperfecta de Dios, y peor aún, adivina la misma imperfección en los otros, los amados. Sólo el monstruoso librero se salva del juicio por ser él la imperfección perfecta, la mordacidad de los deseos a valor del mercado, la puerilidad de una verga que no llega a ser ni metáfora ni poema: sólo sexo.

Greenaway es platónico en el peor de los sentidos, para él el amor no es una relación, "es una aventura solitaria" (de nuevo Paz). La evidencia de una frontera intangible e insalvable entre cuerpo y alma. De nuevo Occidente y sus demonios fundadores. El amor, el nuestro, el de la modernidad, se ausentó en el cuerpo y en la firmeza perdió soltura, lo desnudamos de posibilidades, es hoy no una canción, sino un himno (por tanto autoritario), que en el cultivo narciso, irónicamente, sacrifica toda individualidad, me amo porque me parezco a los otros, que son objetos de una misma mirada, ¡un asco!

Polvo somos, "Más polvo enamorado" (Don Francisco de Quevedo) El amor nos salva de la carne, y pide, ¡pobre!, regresar a ella, no otra se vuelve su búsqueda. Libertad que nos alza y nos lanza. La libertad de entregarla a alguien para que haga con ella un cucurucho. La libertad, que no puede ser otra cosa que la elección individual y autónoma de su pérdida. Nagiko de cuerpo entero, dispuesto a su muerte (textual). El pudor es la verdadera pornografía.

No hay ni amarguras ni juicios. The Pillow Book es una bofetada, y lo que hay aquí, lo que se alcanza a ver, es la mano que se soba torpe y los ojitos que quieren explicarse a un tiempo el dolor en la mejilla, la mano que la castigó, y los ojitos de Greenaway (maestro de la bofetada sonora).

Tendremos entonces que volver a la fuente original. Greenaway leé (como Borges y otros tantos) con cuidado a Sei Shonagon, primerísima novelista que encuentra en el mundo algo que merece ser listado, descrito y ocultado, sí, bajo la almohada. Capítulos que hablan solitos: Cosas que ganan al ser pintadas; cosas que pierden al ser pintadas; cosas que desagradan; cosas que hacen latir deprisa el corazón; cosas que despiertan una querida memoria del pasado; cosas elegantes, y un larguísimo etcétera (largo como las cosas que merecen ser descritas).

Escribe Shonagon (seguramente a solas y de memoria): "La vista de un amante es la cosa más deleitable del mundo" Encuentro redondo del sexo, el erotismo y el amor. Invitación a la imagen y el texto, a filmar su encuentro y sus desencuentros. Shonagon pone a la belleza en nuestras piernas, Greenaway la nombra, encuentra en ella lo único que merece ser contado (como Amèlie Nothomb) y el sabor amargo al final de la boca (como Arthur Rimbaud).

Es que Greenaway lo sabe, queremos unir pulsiones y utopías en un sólo sitio, queremos hacer de los cuerpos un papel que se cubra de palabras amorosas sin renunciar a ser eso: ¡un cuerpo!. Queremos hacer del amor placer, un eterno sabotaje y claro, una temporada en el infierno.


3.4.07

Paul Thomas Anderson (o la putilla del rubor helado)

Eso de escribir por encargo, aunque sea propio invita a la inacción. Me prometí en un momento de entusiasmo, que claramente ya pasó, escribir 5 entradas sobre mis 5 directores de cine 'favoritos'. En esa lista se coló, quizás a causa del mismo entusiasmo, Paul Thomas Anderson. Y es que Anderson es una especie de sorpresa, que alguien nacido en Studio City (California) y con estudios en NYU haya sido capaz de hacer un par de buenas películas al menos nos da señales de que origen no es destino.

Anderson debuta en nuestros ojos con Boogie Nights, basada en el casi mito de Dirk Diggler, un personaje ficticio que encuentra paralelo en no pocos actores porno de aquella década de los sententas, libre de condones y pudores globalizantes, y plena en pulgadas. Boogie Nights acaparó la atención de la crítica y la audiencia no sólo por la ventanita que ofrecía al mundo del cine porno, sino por el casting: Mark Wahlberg (el mismísimo Marky Mark que nos cantaba en calzones aquello de las buenas vibraciones y que inició la fiebre calzonera de CK), Burt Reynolds, Julianne Moore, Heather Graham (tan en papel), y Philip Seymour Hofman.

La película no llega a ser buena, pero cumple honrosamente el propósito de contar una historia pueril con sobrado talento de escritura, edición y cinematografía, explorando a detalle cada uno de los personajes, sus excesos y su encuentro (nunca aleatorio) en torno a las pulgadas de Mr Diggler.

Dos años después (1999), Anderson dirige Magnolia, algo así como el climax de las historias entrelazadas como vértebra de un relato fílmico. Una formula iniciada, entre otros, por Atom Egoyan en Exotica y Robert Altman en Short Cuts y llevada al ridículo por Iñarritu en sus tres (tristes) largometrajes. Lo que otros exploran a medias (o llevan al ridículo), Anderson lo explora a plenitud, lo agota y lo concluye. No hay un vínculo único, trágico, simplón que una todas las historias. Personajes que se conectan por convenciones, estructuras narrativas y simple cotidianeidad. Los une, ¡ay ironía! ¡ay obviedad!, lo que une a todo el mundo: la soledad y la culpa. No es el aprendizaje a partir de las catástrofes, sugerido por Habermas (y citado por fumador1717 en su texto sobre Crash, un re-make desastroso y epidérmico de Magnolia), es mucho más simple, es el olfateo entre perros, el reconocimiento de la derrota, la certeza de que 'nadie es profeta en su espejo', de que uno no busca el placer, busca el dolor de los otros para encontrarse, con suerte, a uno mismo.

El casting es enorme y perfecto, la conexión entre personajes complejísima y al tiempo lógica (sugerencia: vean el cuadrito en wikipedia al respecto), la música de Aimee Mann exacta. La historia crece, se tensa, permanece uno en espera del ruido simultáneo de la explosión entre personajes y la implosión dentro de cada uno de ellos. Viene, se percibe, ahí está, se acerca, y ¡zaz!: el absurdo.



Silencio. La risa esperada de dos o tres espectadores que encuentran en la risa escandalosa una señal para darnos a entender que entendieron (pleonasmo que ya es carencia). Silencio redondo y sonriente. ¡Una película!

Anderson realiza después Punch Drunk Love, horrenda película que muestra simplemente por qué un comediante debe permanecer haciendo gestos (Adam Sandler), y una buena actríz no debe coquetear con la comedia (Emily Watson). Este año se estrenará su nuevo filme There Will Be Blood (ojalá la haya en efecto), protagonizada por un muy venido a menos Daniel Day-Lewis y basada no en un guión original de Anderson, sino en la novela Oil! de Upton Sinclair, ¡sí! el mismo que colaboró con Sergei Eisentein, director de la alucinante (¿qué otra palabra usar?) Bronenosets Potyomkin y la inacabada (pero completísima) Que Viva México!.

Sí, lo pienso y en efecto, la inclusión de Anderson entre los 5 fue producto del entusiasmo y la memoria, putilla de rubor helado (a la Manuel Acuña), que se permite esos devaneos y se contonea fácil por el buen sabor que dejó en la boca Magnolia.

25.3.07

5 Directores

Hay algo profundamente odioso en los conteos, porque asume que uno puede poner sus preferencias en un orden estricto y que además alguien estará interesado en conocerlas. Mi racionalidad no llega al punto de ordenar todas las cosas con base en el placer que me generan, ni mi ego al punto de pensar que habrá quienes se sientan intrigados por conocer mis ordenadas y lineales preferencias.

Aun así, me atreveré a hacer mención (de ladito) de los que considero mis '5 directores favoritos'. Es sólo una justificación para las que serán mis siguientes 5 entradas en este blogsito dialógico (¿o sería bialógico?)

Innecesario machacar con que éste no es un ejercicio intelectual de quien conoce todo sobre el cine y desde la cima del conocimiento fílmico se siente casi obligado a esparcir los polvitos mágicos de su conocimiento. No. Éste es un ejercicio de síntesis, una atajo a múltiples emociones y reflexiones (y las múltiples paradas entre ambas). Una confesión vaya, de rodillas y en voz queda, con sus dósis de vergüenza y cinismo. Una confesión, siempre, entre dos.

Los 5:

- Wong Kar Wai
- Luis Buñuel
- Peter Greenaway
- Arturo Ripstein
- Paul Thomas Anderson (dudoso)

22.3.07

EL mundo cabe en un orgasmo

Ayer fue dia histórico, no por lo que pasaré a despotricar a continuación, por razones personalísimas, mismas que me permito traer a colación sólo porque ¿Qué es un blog sino el rio tranquilo, pausado, en el que Narciso se mira absorto?

Paso pues a lo que nos trujo Chencha. Fui, junto con mi colega cineterco, a ver Shortbus, segundo largometraje del joven, gay y prometedor director John Cameron Mitchell. Su primera película pasó a oscuras por México, pero en Estados Unidos causó asombro y no pocas esperanzas. Hedwig and the Angry Inch, versión cinematográfica de un musical medio subterráneo de Nueva York, se ganó a pulso un lugar entre los mejores musicales rock del cine: el guión, las actuaciones, la edición, la dirección de arte, ¡las animaciones!, el soundtrack ni se diga, todo en su justo y cándido lugar.

Como referencia vivencial, y válida, dado que cine que no es vivencial se queda en monólogo, Hedwig fue la primera película que me concilió con Nueva York cuando aterricé por esos lares para una estadía de 5 largos, tortuosos, y banales años. Mucho, porque la película era muy poco newyorkina, un transexual alemán transplantado a Kansas que va de tour por los lugares más pueriles de la geografía gringa, persiguiendo al chichifo que le robó el corazón y todas las canciones (Tommy Gnosis), convertido en ídolo pop para gargantas adolescentes dispuestas a gritarle a cualquier güerito con look rockero. En fin, que es una película esencial que pueden pasar a comprar al Péndulo o bien esperar a que la pasen en Golden (a donde la ponen seguido y a deshoras).

Shortbus recupera algunos elementos estéticos ya presentes en Hedwig, pero plantea una historia y una forma de dirigir completamente distinta. La idea central de la película es delinear a los personajes a partir del ejercicio de su sexualidad y sus efectos emocionales. Planteamiento muy poco original, una mezcla entre un freudianismo caducón y película francesa setentera.

Ni escándalo, ni hormonas rebotando. Las escenas son transparentes: genitales a solas y en desesperada interacción. Como ver una planta masticada por una vaca.

La intención es burda: abro así la película para que abras así la boca.

Los personajes simples y odiosos. James (personaje central) atormentado porque sigue buscando las mismas respuestas que buscaba a los 12 (nadie le contó que uno se escribe hasta los 10-12 años y que el resto son notas al pie y correcciones de estilo), incapáz de coger sin llorar durante o después. Y es que coger y llorar es tan desagrable como quien es capáz de llorar y comer. Jamie, el novio, hombre gay treinteañero de diccionario, cuidado en los biceps, los modos y, sobre todo, en la retención del novio, al que sabe, no acapara.

Sofía (segundo personaje central) terapista sexual que no ha tenido un orgasmo en su vida, como ironía simplona que da origen al resto de la historia. Un muchachito obsesionado con James, a quien espía por 2 años desde el edificio de enfrente (por que el amor también se vive entre ladrillos). Ceth, un homosexual víctima de su hermosura pero dispuesto a besar ancianos, porque así de mucho se conmueve. Severin, una meretriz que no encuentra en los latigazos que reparte un sustituto emocional a un apapacho.

Personajes, todos odiosos. La historia simplona y banal, junto con los alcances emocionales e impostados del sexo, se propone la representación (teatral) de newyorkinos solitarios y sufridores, que a ritmo de Banjo (intrumento de adoración en Williamsburgh, Brooklyn, capital de quienes encuentran en el disfraz una razón de ser) y a oscuras (por aquel apagón del 2004) se descubren como parte de una comunidad que ama, abraza, canta y coge.


Y mientras todo ocurre, uno está en espera de que Sofía pueda por fin venirse (¡esa es la tensión en la película!)... El individuo se conecta con el mundo en la genitalidad (solitaria), y el mundo cabe en un orgasmo, completito e iluminado.

¿La virtud? Que a pesar del guión mediocre y excesivo, que a pesar de ser todos los personajes profundamente odiosos, a pesar de las frases postmo-yogui-alternativas, la película no es odiosa. Y no lo es por cuestiones meramente estéticas, que a veces, pocas, alcanzan.

¿La suma? Una película que merece ser vista, pero que no merecía ser hecha.

(Falta ver qué dice mi co-cineterco)...

20.3.07

Víctimas del Pecado

Del pecado venimos y al pecado nos dirigimos, el pecado es camino. Seguimos masticando plácidos una manzana, sentaditos en abierto diálogo con serpientes, adanes, evas y dioses. El pecado es una invitación, una sugerencia, una síntesis al placer. Porque así como no hay pecado sin penitencia, tampoco hay placer que no deje rastros de texto y pretexto. Y claro, no todo placer es pecado, pero evidentemente todo pecado tiene sus cucharadotas de placer.

Si nos pusiéramos catolicoides diríamos que el pecado es el exceso del placer, como si el placer pudiera tener fronteras y por tanto definir sus transgresiones. No aquí. Aquí somos víctimas del pecado no porque lo desdibujemos en la culpa y el arrepentimiento, sino porque somos abiertamente dóciles a él. Porque no hay pecado sin elección.

Mejor nos ponemos celuloides, porque se trata de sumar, magnificar sentidos y hacer una hilera infinita de combinaciones entre ellos. Texto, imagen, sonido, historia, se agregan y paren un objeto que es más, mucho más que la unión de sus partes: ¡arte! No, no el arte como producto del intelecto que arroja significados y artificios culturalizantes. El arte como algo orgánico, que se mueve, que mastica y escupe, que se niega al encierro y los brindis con martinis. El arte como compañero fijo de la historia, las calles, sus hombres.

Víctimas del Pecado es una analogía, también una broma, y claro, un agradecimiento. Posiblemente la mejor película de Emilio 'el Indio' Fernández. Fotografía impecable (Rodolfo Figueroa), guión preciso (Emilio Fernández), y personajes que encuentran en el fondo de una botella un lente para entender y violentar la vida: Violeta (Ninón Sevilla), Santiago (Tito Junco), y el eterno Rodolfo (Rodolfo Acosta). El cine como ¿puede? ¿quiere? ¿debe? ser, un cacho de sentidos, un cachito de poesía, un cachote de formas y una gota de risa (que siempre derrama el vaso del contento, el placer y sí, el pecado).