27.4.07

Un día que es la hostia

Pues eso, que hay días que se van breves, ni negros ni amarillos, de un café rotundo, ya comfort, ya deudas. Que no, que no cabe la tristeza, ni la palabra que juega a decir. Cabe, eso sí, esto, que es palabra que no juega a nada, que se planta soberbia sobre la pantalla y no hay pudor que la quite. Palabra sola, andarina, que es mitad andar y mitad bailar. Como los tangos. Esos, que necesitan dos, porque así pasa con toda versión estética del placer.

¡Como el cine! Colección repetida de dos. El que dice y el que otorga. El que escribió y el que escucha. El que quizo y el que al final, desde el asiento pasivo, pudo. Es también una paradoja (o una U invertida, o un punto de inflexión donde toda pendiente toca al cero), porque no hay otra forma de vivir al cine que a solas. Dije vivir.

No, no hay una película en concreto, aunque recién vi dos: Little Miss Sunshine y Princesas. La primera que anuncia el triunfo inevitable del optimismo, la puesta en escena de los mejores deseos, la comunión que da el paso a las individualidades, y esas mismas individualidades, de manos abiertas, carentes, redondas, que dan el paso, a ciegas, a la comunión. La familia, el epicentro de los desamparados. La sonrisa, la redención de los silencios.

La segunda, una proclama a los sentidos. ¡Porqué se siente carajo! (¿Por qué se siente carajo?). Afirmación de lo que no parecemos ser. Una princesa que se marea por la vuelta del mundo, ¡Porqué así de sensible es! Enferma lejos del reino, vulnerada por un grano de arroz debajo de cien colchones, así de delgada la piel. Por que se sabe, uno es del tamaño de sus deseos. No, no las ilusiones, no la alegría que se extraña ya antes de sentirla, no los ojitos abiertos como preguntas. Los deseos que se reconocen en el cuerpo, entre ellos. El derecho elemental a la debilidad.

Y sí, que uno se repite, se imprime incansable en los días. Y lo peor, que uno se repite en las películas. Esas dos, dejan una deuda, en la historia, en los síntomas, en los modos, pero dejan también aguijoncitos que interrogan y se buscan solos sus respuestas. Qué el cine es también comunicación, se me olvida. Que no todo se cierra en una esfera repleta y exacta de significados y artificios estéticos. Que se vale resbalarse y permitirse un 'lugar común', porque seguramente es ahí en el que se encontrarán varios sentidos, y nos encontraremos avergonzados varios de nosotros, un punto focal para quienes aún ansiamos la palabra dócil, la mano en la mano, la validación de lo ordinario. Un día de la hostia.



5.4.07

Peter Greenaway (o de las cosas que ganan al ser filmadas)

"When God made the first clay model of a human being, he painted the eyes, the lips, and the sex. And then He painted in each person's name lest the person should ever forget it. If God approved of His creation, he breathed the painted clay-model into life by signing His own name."


La infancia es recolección de afectos y resentimientos, a cuya devoción o solución dedicamos la adultez. No es verdad, pero suena y resuena. Greenaway se dedica a hacer poemas, luego, burlón, los pinta, los filma y nos deja húmedos por encima y resequitos por dentro. Y no me río, ni me dejo ir, ni creo que mañana será un infierno.

The Pillow Book es una mentira, maravillosa. Miente al hacer de la vida una consecución de la memoria. Miente al hacer del destino el provisor de las devociones y soluciones de aquella recolección infante. Miente al hacer del amor algo que gana al ser filmado. Miente mil y dos veces. Me deja, cierto, convencido de las bondadosas posibilidades humanas de la mentira.

Me deja, también, convencido de la necesidad de listar y esconder emociones. Tradición japonesísima, guardar en las formas toda posibilidad de sudores, atesorar en los silencios toda forma de emoción. Somos occidentales hasta la lengua, para nosotros el amor va de 'abismarse' a 'verdad' (i.e. Roland Barthes). El amor como algo que existe sólo al ser dicho y puede, no obstante, ser fragmentado y armado. El enamorado que huye, intriga, se arrebata, lo dice, y muere mil y dos veces en silencio: "[...] el tributo que el enamorado debe pagar al mundo para reconciliarse con él".

El amor es ordinario, pero listísimo: nos conecta con el universo y la historia para hacernos saber con certeza lo individualizante de sentir. Es también cruel y obseno: "pone lo sentimental en el lugar de lo sexual" Hace de la genitalidad una continuación de las emociones, y lo que es peor, de los pensamientos (y sus hijitas bastardas: las obsesiones). El amor merece cuerpos. Merece también ser aniquilado y resucitado minuto a minuto.

The Pillow Book nos lleva a esas conclusiones pero lo hace con una pregunta, no con un teorema. El librero que sodomiza al padre y al amante. La venganza como forma de validar el amor (por otros). El dolor de un libro que se niega a concluir. La piel que no es, no puede ser, otra cosa que papel.

Un poema nunca responde, expresa.

No hay amor ahí donde no hay una interpretación del erotismo, y claro, no hay erotismo ahí donde no hay un sexo que desnude y exija de inmediato ser cubierto por las ropas de la cultura, los deseos, la individualidades, la pulsión de sublimar y describir: "El fuego original y primordial, la sexualidad levanta la llama roja del erotismo y ésta, a su vez, sostiene y alza la otra llama, azul y trémole: la del amor." (Octavio Paz).

El sexo existe, casi sin nosotros. El erotismo es su metáfora. El amor es su larguísimo poema. El dolor es la desconexión entre los tres. La búsqueda de cuerpos que reciban y amen y se disfracen. La ironía de un amor que se ha llenado tanto de sentidos que ha terminado por no sentir la pulsión original, una derivación del instinto que se ha cuajado en el texto. Sí, el texto que Nagiko (Vivian Wu) escribe necia sobre la piel, suya y de otros, porque se sabe una creación imperfecta de Dios, y peor aún, adivina la misma imperfección en los otros, los amados. Sólo el monstruoso librero se salva del juicio por ser él la imperfección perfecta, la mordacidad de los deseos a valor del mercado, la puerilidad de una verga que no llega a ser ni metáfora ni poema: sólo sexo.

Greenaway es platónico en el peor de los sentidos, para él el amor no es una relación, "es una aventura solitaria" (de nuevo Paz). La evidencia de una frontera intangible e insalvable entre cuerpo y alma. De nuevo Occidente y sus demonios fundadores. El amor, el nuestro, el de la modernidad, se ausentó en el cuerpo y en la firmeza perdió soltura, lo desnudamos de posibilidades, es hoy no una canción, sino un himno (por tanto autoritario), que en el cultivo narciso, irónicamente, sacrifica toda individualidad, me amo porque me parezco a los otros, que son objetos de una misma mirada, ¡un asco!

Polvo somos, "Más polvo enamorado" (Don Francisco de Quevedo) El amor nos salva de la carne, y pide, ¡pobre!, regresar a ella, no otra se vuelve su búsqueda. Libertad que nos alza y nos lanza. La libertad de entregarla a alguien para que haga con ella un cucurucho. La libertad, que no puede ser otra cosa que la elección individual y autónoma de su pérdida. Nagiko de cuerpo entero, dispuesto a su muerte (textual). El pudor es la verdadera pornografía.

No hay ni amarguras ni juicios. The Pillow Book es una bofetada, y lo que hay aquí, lo que se alcanza a ver, es la mano que se soba torpe y los ojitos que quieren explicarse a un tiempo el dolor en la mejilla, la mano que la castigó, y los ojitos de Greenaway (maestro de la bofetada sonora).

Tendremos entonces que volver a la fuente original. Greenaway leé (como Borges y otros tantos) con cuidado a Sei Shonagon, primerísima novelista que encuentra en el mundo algo que merece ser listado, descrito y ocultado, sí, bajo la almohada. Capítulos que hablan solitos: Cosas que ganan al ser pintadas; cosas que pierden al ser pintadas; cosas que desagradan; cosas que hacen latir deprisa el corazón; cosas que despiertan una querida memoria del pasado; cosas elegantes, y un larguísimo etcétera (largo como las cosas que merecen ser descritas).

Escribe Shonagon (seguramente a solas y de memoria): "La vista de un amante es la cosa más deleitable del mundo" Encuentro redondo del sexo, el erotismo y el amor. Invitación a la imagen y el texto, a filmar su encuentro y sus desencuentros. Shonagon pone a la belleza en nuestras piernas, Greenaway la nombra, encuentra en ella lo único que merece ser contado (como Amèlie Nothomb) y el sabor amargo al final de la boca (como Arthur Rimbaud).

Es que Greenaway lo sabe, queremos unir pulsiones y utopías en un sólo sitio, queremos hacer de los cuerpos un papel que se cubra de palabras amorosas sin renunciar a ser eso: ¡un cuerpo!. Queremos hacer del amor placer, un eterno sabotaje y claro, una temporada en el infierno.


3.4.07

Paul Thomas Anderson (o la putilla del rubor helado)

Eso de escribir por encargo, aunque sea propio invita a la inacción. Me prometí en un momento de entusiasmo, que claramente ya pasó, escribir 5 entradas sobre mis 5 directores de cine 'favoritos'. En esa lista se coló, quizás a causa del mismo entusiasmo, Paul Thomas Anderson. Y es que Anderson es una especie de sorpresa, que alguien nacido en Studio City (California) y con estudios en NYU haya sido capaz de hacer un par de buenas películas al menos nos da señales de que origen no es destino.

Anderson debuta en nuestros ojos con Boogie Nights, basada en el casi mito de Dirk Diggler, un personaje ficticio que encuentra paralelo en no pocos actores porno de aquella década de los sententas, libre de condones y pudores globalizantes, y plena en pulgadas. Boogie Nights acaparó la atención de la crítica y la audiencia no sólo por la ventanita que ofrecía al mundo del cine porno, sino por el casting: Mark Wahlberg (el mismísimo Marky Mark que nos cantaba en calzones aquello de las buenas vibraciones y que inició la fiebre calzonera de CK), Burt Reynolds, Julianne Moore, Heather Graham (tan en papel), y Philip Seymour Hofman.

La película no llega a ser buena, pero cumple honrosamente el propósito de contar una historia pueril con sobrado talento de escritura, edición y cinematografía, explorando a detalle cada uno de los personajes, sus excesos y su encuentro (nunca aleatorio) en torno a las pulgadas de Mr Diggler.

Dos años después (1999), Anderson dirige Magnolia, algo así como el climax de las historias entrelazadas como vértebra de un relato fílmico. Una formula iniciada, entre otros, por Atom Egoyan en Exotica y Robert Altman en Short Cuts y llevada al ridículo por Iñarritu en sus tres (tristes) largometrajes. Lo que otros exploran a medias (o llevan al ridículo), Anderson lo explora a plenitud, lo agota y lo concluye. No hay un vínculo único, trágico, simplón que una todas las historias. Personajes que se conectan por convenciones, estructuras narrativas y simple cotidianeidad. Los une, ¡ay ironía! ¡ay obviedad!, lo que une a todo el mundo: la soledad y la culpa. No es el aprendizaje a partir de las catástrofes, sugerido por Habermas (y citado por fumador1717 en su texto sobre Crash, un re-make desastroso y epidérmico de Magnolia), es mucho más simple, es el olfateo entre perros, el reconocimiento de la derrota, la certeza de que 'nadie es profeta en su espejo', de que uno no busca el placer, busca el dolor de los otros para encontrarse, con suerte, a uno mismo.

El casting es enorme y perfecto, la conexión entre personajes complejísima y al tiempo lógica (sugerencia: vean el cuadrito en wikipedia al respecto), la música de Aimee Mann exacta. La historia crece, se tensa, permanece uno en espera del ruido simultáneo de la explosión entre personajes y la implosión dentro de cada uno de ellos. Viene, se percibe, ahí está, se acerca, y ¡zaz!: el absurdo.



Silencio. La risa esperada de dos o tres espectadores que encuentran en la risa escandalosa una señal para darnos a entender que entendieron (pleonasmo que ya es carencia). Silencio redondo y sonriente. ¡Una película!

Anderson realiza después Punch Drunk Love, horrenda película que muestra simplemente por qué un comediante debe permanecer haciendo gestos (Adam Sandler), y una buena actríz no debe coquetear con la comedia (Emily Watson). Este año se estrenará su nuevo filme There Will Be Blood (ojalá la haya en efecto), protagonizada por un muy venido a menos Daniel Day-Lewis y basada no en un guión original de Anderson, sino en la novela Oil! de Upton Sinclair, ¡sí! el mismo que colaboró con Sergei Eisentein, director de la alucinante (¿qué otra palabra usar?) Bronenosets Potyomkin y la inacabada (pero completísima) Que Viva México!.

Sí, lo pienso y en efecto, la inclusión de Anderson entre los 5 fue producto del entusiasmo y la memoria, putilla de rubor helado (a la Manuel Acuña), que se permite esos devaneos y se contonea fácil por el buen sabor que dejó en la boca Magnolia.